por Sabina Fiorenzi
La Atlántida de Pierre Benoit en la edición de 1922 con encuadernación de René Kieffer
La Atlántida, el continente perdido, o mejor dicho, el paraíso perdido.
Sus huellas se remontan muy atrás: Platón fue el primero en Occidente que mencionó este mito, situando aquella civilización en un pasado muy remoto, incluso comparado con Atenas hace 2300 años.
Puede decirse que, a la luz de los conocimientos geológicos actuales, los acontecimientos catastróficos a los que parece aludir Platón cuando alude al cataclismo que engulló la Atlántida pueden situarse hace unos 10.000-11.000 años, al final de la última glaciación. Los dos diálogos platónicos dedicados parcial o totalmente a la Atlántida son elTimeo y la Critia.
En el primero, uno de los protagonistas, el anciano Critias, explica a los demás -todos atenienses- cómo surgió la actual estructura geográfica y política de las tierras conocidas.
Señalando a Solón y a los sacerdotes egipcios como fuente, Critias relata cómo en una época remota una formidable potencia había intentado conquistar Europa y Asia.
Se trataba de un pueblo de civilización muy avanzada procedente de la Atlántida, una gran isla situada fuera del mar Mediterráneo que, en virtud de su posición geográfica frente a las Columnas de Hércules (el estrecho de Gibraltar), actuaba como puente entre los distintos continentes, por así decirlo. Un insaciable deseo de conquista había impulsado a los gobernantes de la Atlántida a intentar -tras la colonización de muchas zonas del Mediterráneo- también la de Grecia, y sólo el valor de los atenienses evitó este suceso.
En efecto, no sólo defendieron con denuedo sus territorios atacados, sino que liberaron los otros ya sometidos e hicieron retroceder a los invasores más allá de las Columnas de Hércules.
Pero el esfuerzo fue en vano, porque en lo repentino de un día y una noche los ejércitos contendientes fueron engullidos por un espantoso terremoto y, al mismo tiempo, la Atlántida se hundió para siempre en el océano, asentándose en las profundidades del abismo, lo que hizo imposible para siempre la navegación en esa parte del mar.
Sigamos de nuevo a Platón, pues la descripción que Critias hace de la Atlántida continúa con todo lujo de detalles en el diálogo que lleva su nombre. Aquella isla feliz, en el reparto del mundo entre los dioses, era el destino de Poseidón, quien, al casarse con la huérfana Clito, generó aquella dinastía real de semidioses en honor a cuyo primogénito Atlas se bautizó la isla.
El propio rey del mar dotó inmediatamente a la tierra de esa singular configuración de anillos concéntricos, tierra-mar, tierra-mar, que determinó la inaccesibilidad del palacio real en la acrópolis. Poseidón fue realmente afortunado: era una tierra muy fértil, rica en agua, bosques, animales maravillosos de las más variadas especies, metales preciosos (entre ellos el famoso y misterioso oricalco), y sus 10 nobles hijos rivalizaban entre sí en magnificencia y suntuosidad, haciendo construir obras colosales con técnicas sofisticadas.
Un poderoso ejército y un puerto protegido y magníficamente equipado garantizaban a los habitantes seguridad y un comercio rentable.
Los gobernantes reinaban en mutua justicia y concordia, todo parecía transcurrir en la mayor armonía y paz hasta que el comportamiento de los hombres ingratos empezó a degenerar, hasta tal punto que Zeus dio mano a sus rayos y desencadenó el cataclismo que destruyó la Atlántida y a sus inicuos habitantes.
Hasta aquí Platón.
Y a partir de aquí comenzaron en el mundo occidental todas las investigaciones sobre el mítico continente engullido por las olas, que dieron lugar a las más variadas hipótesis, la Atlántida en el Atlántico, en el Mediterráneo, en el Caribe, en el Sahara, antaño lecho de un inmenso lago, que irrumpió en el canal que separaba los continentes África y Atlántida debido a violentos terremotos que destruyeron sus orillas, sumergiendo permanentemente a esta última bajo ellas.
Y es precisamente esta versión de lo sucedido la que una vieja bibliotecaria ofrece al oficial Saint-Avit y a su colega Morhange, que despertaron -tras ser drogados y arrastrados hasta allí- en el palacio real de la Atlántida perdida, en la novela homónima de Benoit (1919).
En ese último bastión oculto de la isla desaparecida, reina Antinea -cuyo nombre significa nueva Antlántida-, una hermosa mujer con un encanto perturbador, descendiente de Poseidón y Clito. La reina alimenta su propia eterna juventud con la vida de los hombres a los que enamora; Saint-Avit, presa de ese encanto letal, comete un crimen atroz.
Habiendo recuperado la posesión de sí mismo, consigue escapar: pero el recuerdo de Antinea, como el canto de una sirena del desierto, no le dará tregua. Decide fatalmente regresar a la Atlántida y cumplir así su destino de amor y muerte.
El Casanatense posee un ejemplar magníficamente encuadernado de esta obra del taller de René Kieffer en París, una edición de 1922 ilustrada con 24 grabados originales de Lobel-Riche.
Los grabados -en perfecta armonía con la atmósfera ardiente y visionaria de la novela- describen personajes y escenarios exóticos, pero sobre todo transmiten el eterno femenino encarnado por Antinea, una mantis devoradora de hombres, una auténtica femme fatale, en toda su chocante y morbosa sensualidad .
Femme fatale, en efecto, Utopía.
Tanto si rechaza al hombre en el doloroso recuerdo de su perfección original, como si lo impulsa hacia adelante en el ingenuo intento de su reconquista, lo pierde.
Nunca ha eliminado por completo la conciencia de sus propios orígenes divinos: haber perdido la dulce intimidad filial con la divinidad, tanto en el Edén bíblico como en la isla de la Atlántida o en la Atlántida mítica de la que los incas dicen descender, ha constituido siempre un pesar inconsolable, un duelo sin posibilidad de recomposición que la Utopía alimenta.
Y la utopía, ya sea Revolución, Religión, Ciudad de Dios o sensualidad libre -cruel y sangrienta- como Antinea, suele exigir el precio de la vida a quienes la anhelan.
El único escudo que tiene el hombre para defenderse de ella es, paradójicamente, su propia humanidad: la consolidada imperfección afilada en milenios es el arma que neutraliza el sueño asesino de Utopía.
Y así también la Atlántida, paraíso universal primigenio, cuna de la civilización y, por tanto, lugar utópico por excelencia, perece por culpa del hombre.
La culpa y el deseo de pacificación son quizá las razones por las que, habiendo sobrevivido a inundaciones universales y terremotos devastadores en todas las latitudes de la tierra, los hombres han transmitido su memoria y aún intentan violar su secreto enterrado en las profundidades de los abismos.
Reencontrarlo sería como si Ulises desembarcara en Ítaca o como si E.T. regresara a los espacios siderales de donde vino… ¿O más bien, como el astronauta de la Odisea del Espacio, penetrar en el secreto del monolito y perderse en él para siempre?
Cómo atar
Ficha técnica de Iolanda Olivieri René Kieffer ( París 1865 – 1964 ) Encuadernación artística en mosaico de morocco bermellón sobre cartones paraP. Benoit, L’Atlantide, París, A. Michel, 1922 335 x 252 x 33 mm – [lugar 20. B. V. 93].
Decoración Art Nouveau alusiva con incrustaciones de cuero y repujado dorado.
Placas de anverso y reverso iguales: cenefa negra con cinta ondulada interior e inserción en las esquinas de un hierro triangular con motivo ondulado en relieve; en el centro del campo cinta negra circular de la que parten seis elementos florales egipcios multicolores que la unen a la cenefa, y en la que está inscrito el rostro de la reina Antinea con tocado egipcio sobre fondo multicolor dorado.
Bisagra con filete punteado dorado y en cada esquina exterior hierro dorado con hoja de hiedra repetida cuatro veces para formar un motivo floral.
Labio con filete repujado.
Lomo liso con elementos florales en mosaico que repiten los de las planchas; autor y título estampados en oro en el centro.
Pespuntes en cinco nervios.
Mayúsculas en seda amarilla, roja y negra.
Marcadores de seda rosa en tonos claros y oscuros.
Guardas y guardas enlazadas en papel esponjado encolado con efecto floral/paisajístico en tonos rojos, plateados y dorados; siguen otras tres guardas y, a continuación, la cubierta editorial de cartón con sus guardas dobles; se conserva el lomo original montado sobre corchetes tras la placa posterior de la cubierta editorial.
La firma del encuadernador aparece estampada en oro en el centro del borde del pie de la placa delantera: RENÈ KIEFFER; en el ángulo superior izquierdo del verso del primer papel de guarda delantero hay una etiqueta dorada con bordes, ramajes y letras en relieve en negro: RENÈ KIEFFER / RELIURES D’ART / 18, RUE SEGUIER.
PARÍS.
La producción de René Kieffer, uno de los encuadernadores franceses más significativos de principios del siglo XX, puede dividirse ilustrativamente en tres periodos.
Alumno de la célebre Escuela Estienne desde 1889, año de su fundación, pronto empezó a trabajar para el taller de encuadernación Chambolle – Duru, donde adquirió las técnicas y el enfoque tradicional del arte y se especializó en el dorado (1er periodo).
Desde los primeros años del siglo XX fue discípulo de Marius – Michel, que introdujo el concepto de la encuadernación como invitación al libro, debiendo el diseño aludir al contenido del texto, y que impuso la fantasía floral y fitomórfica típica del Art Nouveau, realizada mediante repujados en oro y mosaicos de cuero.
Sin embargo, la matriz clásica de Kieffer seguía revelándose a través del dibujo equilibrado contenido en marcos simétricos, mientras que el uso de colores vivos, con predominio del característico rojo bermellón y azul pavo real (2ª época), era innovador.
Entre 1917 y 1923, para la biblioteca del coleccionista Jacques Doucet, realizó los diseños modernistas de Pierre Legrain, exponente del nuevo Art Déco, ilustrador y decorador de interiores, diseñador de muebles y encuadernaciones, adoptando sus revolucionarios planteamientos: la abstracción del dibujo mediante el uso de motivos geométricos, la titulación utilizada como elemento decorativo, la introducción de materiales inusuales como piedras semipreciosas, pasta de vidrio, nácar, láminas metálicas, pieles de reptil y de pescado (3er periodo).
Sin embargo, estos diferentes estilos de Kieffer se cruzaban a menudo, presumiblemente también para satisfacer los gustos de una clientela más o menos vinculada a los cánones tradicionalistas; de hecho, la encuadernación que examinamos, aunque fechada en 1922, se inscribe en los módulos estilísticos del segundo periodo y es muy comparable a algunas producciones de 1902 – 1903, año del debut del autor en el Salón de los Artistas Franceses.
La imagen alusiva se inspira en el capítulo XVII, donde el protagonista de la novela describe de forma sobrecogedora la realeza de Antinea, que se le aparece de repente vestida como un ídolo soberbio y deslumbrante: «El lujo formidable de los faraones aplastaba su cuerpo esbelto. Sobre su cabeza llevaba el tocado de los dioses y los reyes, enorme y dorado, en el que las esmeraldas, las piedras nacionales de los tuaregs, trazaban y retrazaban su nombre en caracteres de Typhinar…».
El editorial es un extracto de «Atlántida», de Sabina Fiorenzi, publicado en el catálogo de la Exposición Utopía, el sueño de una vida más bella , celebrada en la Biblioteca en 2003.
Sigue leyendo:
Utopía, el sueño de una vida más bella. Roma, Biblioteca Casanatense, 2003