Más allá de la norma

16 ottobre 2012. In occasione delle Celebrazioni ufficiali italiane per la GIORNATA MONDIALE DELL’ALIMENTAZIONE nel Salone monumentale della Biblioteca viene presentato il libro «Il cibo dei chiostri. Piatti e dolci della tradizione monastica» di Angelo D’Ambrosio.

Da parte nostra celebriamo la ricorrenza con questo editoriale. Si tratta di un articolo pubblicato nel catalogo della mostra dal titolo Il cibo e la regola, allestita in Casanatense per la Giornata Mondiale dell’Alimentazione 1996.


di Sabina Fiorenzi
La negazione del cibo nella vita dei santi e dei beati domenicani

«Todo lo que te he dicho, ya lo dijo mi Verdad. Te lo he expuesto desde el principio, hablándote yo en su persona, para que conozcas la excelencia en la que se encuentra el alma, que ha subido este segundo escalón, donde conoce y adquiere tanto fuego de amor, que corre enseguida al tercero, es decir, a la boca; así manifiesta haber llegado al estado perfecto. ¿Por dónde pasó? Por el corazón. Porque a través de la memoria de la Sangre, en la cual se rebautizó, dejó el amor imperfecto, conociendo el verdadero amor del corazón, viendo, gustando y probando el fuego de mi caridad. Han llegado a la boca, y lo demuestran cumpliendo con la función de la boca. La boca habla con la lengua, que está en ella; el gusto saborea; la boca retiene la comida, entregándola al estómago; los dientes la trituran, porque de lo contrario no se podría tragar. Así hace el alma. Primero me habla con la lengua que está en la boca del santo deseo, es decir, con la lengua de la santa y continua oración. Esta lengua tiene una palabra exterior y una mental… Digo que ella come, tomando en alimento el alma en la mesa de la santísima cruz, porque no podría de otro modo ni en otra mesa comer verdaderamente tal alimento perfectamente. Digo que lo tritura con los dientes, de lo contrario no podría tragarlo; lo tritura con el odio y con el amor, que son dos hileras de dientes en la boca del santo deseo, la cual recibe el alimento y lo tritura con el odio de sí misma y con el amor de la virtud… Y después de haber triturado este alimento, lo saborea degustando el fruto del esfuerzo y el deleite del alimento de las almas, saboreándolo en el fuego de mi caridad y del prójimo. Así este alimento llega al estómago: el estómago del corazón, que por el deseo y el hambre de las almas se había dispuesto a recibirlo, con amor cordial, con deleite y dilección de caridad hacia el prójimo. Luego se deleita, y lo rumia de tal manera, que pierde toda ternura hacia su vida corporal, para poder comer de este alimento tomado en la mesa de la cruz, que es la doctrina de Cristo crucificado. Entonces el alma engorda en las verdaderas y reales virtudes, y tanto se hincha por la abundancia del alimento, que llega a romperse el vestido de su propia sensualidad, es decir, del apetito sensitivo del cuerpo, que cubre al alma. Quien revienta, muere. Así la voluntad sensitiva queda muerta. Esto ocurre, porque la voluntad bien ordenada del alma está viva en mí, está vestida de mi voluntad eterna, y por eso muere la voluntad sensitiva. Esto hace el alma que en verdad ha llegado al tercer escalón, quiero decir a la boca; y la señal de que ha llegado es esta: ha matado su voluntad, y por eso muere la voluntad sensitiva…«. Caterina da Siena, Dialogo della divina Provvidenza, cap. 76

Parece casi paradójico que sea precisamente Santa Catalina quien elabore una metáfora tan estrechamente relacionada con el tema de la comida, un aspecto de la vida humana que esta santa siempre aborreció profundamente y negó con firmeza. Sin embargo, en esta larga descripción del recorrido de la comida – esa comida espiritual, verdadero alimento del alma (y único alimento también para el cuerpo, en lo que a ella respecta), como lo son la ardiente caridad y la santa y continua oración – se percibe una especie de complacencia, una precisión tan puntillosa, una atención tan minuciosa hacia este proceso (llevar a la boca, masticar con los dientes, saborear con el gusto, tragar para que la comida llegue al estómago y luego alcanzar la saciedad y el engorde), que solo se justifican si se piensa que fueron escritas por alguien que analizó a fondo este proceso – corporal esta vez – para apropiarse de él y luego deshacerse de un solo golpe, como quien suelta un pesado lastre que obstaculiza su vuelo. El lastre que obstaculiza el vuelo del alma hacia Dios es precisamente el cuerpo con sus necesidades primarias: en primer lugar, la necesidad de alimentarse.

Una rigidez y un rigor ya al límite de las capacidades humanas eran requeridos a los religiosos dominicos, hombres y mujeres que elegían esta Orden por una fuerte vocación al apostolado, pero también, evidentemente, por el deseo de abandonar el mundo: dos necesidades solo aparentemente contrastantes, pero que en realidad coexisten perfectamente. Personajes absolutamente extraordinarios son aquellos que, habiendo elegido la nueva familia en la que vivir al servicio de Dios y del prójimo, con un pequeño salto, casi inadvertidamente, cruzan el foso que divide a los hombres de los santos. Al otro lado de ese foso hay una tierra solitaria y árida, donde el único alimento del alma hambrienta de Dios es la oración y el único calor que recibe proviene del fuego ardiente de la caridad.

El relato hagiográfico narra, con variantes más o menos fantasiosas en un esquema bastante rígido, las etapas de la vida de los santos, beatos, venerables, hombres y mujeres, poniendo como base de todo un prejuicio: cada uno de ellos ha renunciado a alimentarse, algunos inmediatamente, incluso antes de nacer, induciendo a la madre que los lleva a abstenerse de ciertos alimentos. Otros, sin duda inconscientemente, desde los primeros momentos de vida rechazan la leche y continúan sin comer durante días enteros, sin que esto afecte negativamente su estado de salud. Todo esto se interpreta y se propone al lector como un signo de la benevolencia del Señor hacia estos sus elegidos. Pero ¿por qué un gesto tan común, tan natural y primitivo en su significado más elemental relacionado con la perpetuación de la vida, se le atribuye un valor tan fuertemente negativo, al punto de hacer que la simple acción de alimentarse sea considerada la antesala del Infierno? Lo dice Catalina: por odio a sí mismo y por amor a la virtud, y el odio a sí mismo pasa necesariamente por la anulación de la propia corporeidad.

Domingo, al adoptar para sí y para los suyos la regla de San Agustín, había hecho una elección muy precisa: quería una regla de mallas amplias, para ser reforzada con las constituciones premonstratenses, para endurecer aún más, en lo que respecta a las normas sobre la comida y el ayuno, con una visión restrictiva, una postura casi de rechazo hacia estos aspectos, que siempre han sido objeto de reflexión y negación final en la vida de los religiosos. Él puso un acento muy marcado en la necesidad absoluta de abstinencia y ayuno tanto para sí mismo como para sus frailes, de quienes exigía categóricamente el respeto de estos preceptos. Pobreza y, en consecuencia, mendicidad son los fundamentos de la Orden, y la intransigencia y la severidad, al borde de la crueldad, de Domingo son transmitidas en todas las Vidas del Santo:

Et no solo volse il santo padre la povertà nelle fabriche, ma oltre quello… la bramava anco in tutte l’altre cose & spetialmente nel mangiare, talche non voleva per niun modo acconsentire, che si provedesse di cibo, un giorno per l’altro, perloche molte volte occorrendo, che i Frati si trovavano senza pane, e senza altro che vivere, egli se ne prendeva tanto gusto & tanto contento di questo, come haverebbe fatto un’altro d’ogni pretioso tesoro acquistato. Et se talhora per il contrario occorreva, che havessero i suoi religiosi, con qualche abbondanza il cibo, se ne affliggeva di dentro, mostrando anco al di fuori, non piccioli segnali di questo suo discontento. Laonde una volta dando ai frati alla mensa il Procuratore, un puoco più di quello, che secondo il suo parere era conveniente a quella rigorosa astinenza… egli gridò forte e riprese aspramente il detto Procuratore dicendoli, adonque mi volete uccidere i miei Frati? E pure… non haveva ecceduto il procuratore in altro, che in dare a i Frati qualche ovo di più o qualche puoco di pesce, oltre l’ordinaria & miserabile pittanza, che si dava loro«. G. M. Pio, Della nobile et generosa progenie di S. Domenico, p. 409.

Esta buscada escasez de alimento hacía que muy a menudo los frailes del convento de Domingo no tuvieran absolutamente nada que comer, situación que dio lugar a la realización de al menos dos milagros por parte del santo. Los frailes no tenían ni siquiera con qué preparar la «pitanza»: al ser informado de ello, Domingo los reunía a todos en la iglesia y con ellos se ponía a orar al Señor, confiando más en él que en los hombres. Pero un día en el convento no había ni un pedazo de pan: «Onde avvenne… che l’istesso Procuratore l’andasse a ritrovare [S. Domenico] e gli dicesse, che non haveva in convento più che due pani & che non sapeva come provedere di mangiare a i Frati in tutto quel giorno… Figliuolo, rispose, non vi date affanno & non vi disperate, perché non vi mancarà il pane per tutti no. Cosi fattosi dare egli quel pane, ne fece tanti piccioli pezzi, quanto era il numero dei frati (che pure era grande) & poi fatta fare la benedizione della mensa, postisi tutti a tavola mangiarono abbondantemente & a sazietà, pascendosi di quel solo puoco pane, e non d’altro, con tanto gusto e sodisfattione, quanto se si fossero pasciuti di copiose e lautissime vivande…«. Op. cit., ibidem

Y la segunda vez ocurrió la famosa intervención de los dos ángeles que abastecieron a los frailes de pan e higos secos.

La decisión de adherirse a la regla dominicana a veces parece estar dictada por la casualidad, como la presencia de una comunidad de predicadores en la zona donde viven los aspirantes a religiosos; pero a menudo también por el deseo de adherirse a un estilo de vida monástico particularmente severo en cuanto a las normas alimentarias. Catalina de Ricci, queriendo abrazar la vida religiosa desde muy joven, visitó muchos monasterios antes de decidirse por el de S. Vincenzo de Prato, porque le pareció encontrar allí la primitiva austeridad del mandato de Santo Domingo. El camino hacia la perfección está sembrado de renuncias, abstinencias, mortificaciones corporales y morales; el sufrimiento del hombre, por grande que sea, no es ni siquiera comparable al de Cristo en la Cruz, y a la identificación con la Pasión, el último fin del misticismo, solo se llega negando la naturaleza humana y todas sus miserias. La primera de ellas es la necesidad de alimentarse. Por eso, tanto hombres como mujeres se sostienen milagrosamente con la Eucaristía, ayunan durante días y días (incluso 80 seguidos, como se narra de Santa Catalina de Siena), apenas tragan un poco de pan, hierbas o legumbres, mortifican el gusto esparciendo ceniza sobre esa comida ya tan pobre, y rechazan incluso el poco vino que la regla les permitiría tomar. O mejor dicho, que deberían seguir.

De hecho, su abstinencia va mucho más allá de las normas que deberían obedecer: el ayuno total es una práctica constante y solo las insistencias de los familiares, los compañeros o el médico o confesor los llevan a ingerir alguna partícula de pan o algún consuelo, exclusivamente durante la enfermedad.

Pero casi siempre el exceso respecto a su rígida dieta habitual es expulsado: «Sarà qui luogo di far menzione della sua astinenza, la quale fu così rigorosa e continua che tutta la di lei vita può riputarsi un perpetuo digiuno incominciatosi fin da bambina, quando placidamente se ne rimaneva senza poppare per notabile spazio di tempo, e talvolta per qualche giorno intero. Pargoletta non volle mai cibarsi né di frutta dolci, e mature, né di carne. E quantunque poi crescendo fosse stata da’ genitori forzata a mangiar di questa, pur tuttavia in udirsi alcuni mesi dopo dal suo primo confessore spiegarsi cosa fosse digiuno, ripigliò subito la sua primiera astinenza da ogni sorta di carni, da cui non fu più possibile rimuoverla. Adulta poi ristoravasi una sola volta il giorno con sì tenue quantità di pane, che non giungeva alle due oncie, e con poche frondi d’insalata. Talora mangiava qualche minestra di legumi, avvanzo di quattro, o cinque giorni, ben spesso inverminita. Beveva acqua pura, ovvero aceto, e di questo in gran copia, per più mortificarsi, o bollitura di lupini, colla farina de’ quali formava ancor biscotti da mangiarsi in vece del pane. Alle volte passava le giornate, ed anche settimane intere senz’affatto gustar alcuna sorta di cibo, sostentandosi con acqua sola. Generalmente poi sul vitto osservò la Regola datalene da santa Catarina, e fu questa. Dal dì 14 settembre, in cui si celebra l’Esaltazione della S. Croce, sino a Natale, pane e frondi d’insalata. Da Natale al primo giorno di Quaresima, pane ed acqua. Da Quaresima a Pasqua ripigliava l’insalata. Nel rimanente dell’anno, o pane, o minestra nel modo sopraddetto. Per insalata usava certa misticanza di frondi di carciofi, ruta, assenzio, o di altre erbe amarissime. E sebbene il Confessore verso gli ultimi anni della vita la obbligò a moderare così rigida astinenza, nulladimeno ciò non servì, che ad accrescerle tormento, mercecché appena prendeva qualche cibo, o brodo sostanzioso, era costretta a vomitarlo non senza molto travaglio, e pena di stomaco. Volle anche il Signore in diverse occasioni manifestare su di ciò il suo volere con diversi prodigj, de’ quali ci contenteremo di notarne alcuni. Discacciata Claudia una volta da casa, e rifiugiatasi presso una sua vicina, questa volle farle mangiare certa carne; ma appena presone un boccone sentì subito infradicirsi il palato, e le dita, che toccata l’aveano. Onde le convenne sputarla immediatamente da bocca. In altro tempo avendo ella posto a cuocere sopra la bracie un fungo, che le era stato donato, questo ad un tratto cangiossi in rospo«. G. Marangoni, Vita della serva di Dio Suor Claudia de Angelis, p. 84-85.

Otro ejemplo, entre los muchos que se pueden presentar: ciertamente el caso más célebre, el de Santa Catalina de Siena, cuyo estilo de vida inspiró a las religiosas dominicas aspirantes a la perfección que vinieron después de ella: «Pervenuta all’età di sette anni… deliberò far voto a Dio di perpetua Verginità… Fatto questo voto, la Sagra fanciulla pensò per meglio osservarlo, astenersi dal mangiar carne. Perloche stando a tavola, le più volte la parte sua dava a Stefano sopranominato suo fratello; ovvero la gittava (ma nascostamente accioche la madre non le gridasse) alle gatte. E quello che stupore e maraviglia arreca si è che nell’animo suo in que’ giorni si accese un così ardente zelo e disiderio della conversione de’ peccatori e salute dell’anime, che le venne in fantasia più volte di mutar abito, e sotto spezie d’uomo, come un’altra Eufrosina, o Eugenia, entrare in alcun Monastero, o Convento, per poter meglio all’anime, che perivano, sovvenire… L’anno quindicesimo della sua età il vino, che prima tanto inacquato beeva, che niente altro riteneva che il colore, in tutto lasciò, della semplice e cruda acqua tutto il restante della vita sua contentandosi. Le carni, come di sopra abbiamo narrato, ne’ primi anni parimenti lasciò e tanto le aborriva, che eziandio dall’odore di quelle era offesa. Nel ventesim’anno in circa, si privò altresì dell’uso del pane, solamente di crude erbe pascendosi. Ultimamente non per uso, ne per natura, ma solo per divin miracolo… venne questa beata vergine a tanto alto stato, che benche il corpicello suo a molte infermità fosse soggetto, e da molte fatiche aggravato, nondimeno la consunzione dell’umido radicale in lei non aveva luogo, ne lo stomaco faceva l’uffizio suo di digerire, ne le forze corporali per la privazione del cibo e del bere in parte alcuna si debilitavano: di maniera che tutta la vita sua appariva miracolosa.» S. Razzi, Vita della gloriosa vergine S. Caterina da Siena, p. 6-7, 22-23.

Anorexia, se diría hoy. Cierto: las mujeres se volvían rápidamente anoréxicas, mientras que parecería que los hombres enfrentaban las abstinencias y el ayuno sin implicaciones psicológicas particulares. Casi nunca se habla de vómitos o malestares más o menos fuertes después de la ingesta de alimentos por parte de los frailes, mientras que es muy frecuente, si no la norma, en el caso de las monjas.

Los hombres, que cumpliendo con su misión de predicación y siguiendo los pasos del santo fundador, llevan una vida de mayor gasto energético, sí practican las mismas estrategias de ayuno que sus consagradas, pero se tiene la sensación de que sus privaciones son menos rigurosas, o que sus privaciones son menos importantes para el hagiógrafo, quien solo las resalta en raras ocasiones y solo cuando se convierten en un caso destacado de prueba de santidad: «La sua astinenza era tale, che una volta mancò poco, che non morisse per questa, mercecché per i continui, e lunghi suoi digiuni, e poco mangiare, se gli seccorono in sì fatta guisa i meati della gola, e la bocca con i denti così strettamente si chiusero, che appena con molti strumenti se li poterono aprire, per far calare nello stomaco qualche poco di liquore, o di cibo che’l sostentasse. E sebbene scampò da quel pericolo, perché il Signore l’aveva destinato per gran campione della sua Chiesa, e moderò in gran parte quella sua rigida astinenza, con tutto ciò anche così moderata, restò tanto rigida, che fu giudicata superasse l’umane forze«. Ristretto della vita del glorioso martire S. Pietro, p. 4-5.

Mortificarse, hacer penitencia por los pecados y culpas, anularse completamente en la contemplación del Crucifijo, revivir en su propio cuerpo la pasión de Jesús, abrevando su alma en la fuente de la caridad, alimentándose a través de la comunión mística con las llagas del Señor. Es un extenuante y continuo entrenamiento para restar: primero se elimina la carne, luego todos los demás alimentos que la regla prohíbe, luego se renuncia también al pan, incluso a esas hierbas amargas y repugnantes que se encuentran en los campos y en los bordes de los caminos, y finalmente, incluso al agua, un elemento absolutamente indispensable para sobrevivir. Para humillarse aún más, algunos de ellos se ponen frente a la comida y al agua, los observan intensamente, dan gracias a Dios por haberlos creado y luego los rechazan; es como presenciar una especie de cortejo al final del cual el pretendiente se autocensura, negándose la conclusión que satisfaría su deseo. Y si realmente es indispensable beber, que al menos el agua sea caliente y desagradable; y si es absolutamente necesario comer, que al menos la comida sea lo más repugnante posible.

 

Cada uno de ellos, incluso antes de entrar en el convento o convertirse en terciario y continuar viviendo en la sociedad, pone en práctica una serie de renuncias con un rigor y una intransigencia que asombran, asustan, preocupan, exaltan, edifican a todos los que viven a su alrededor. Este perpetuo sacrificio es grato a Dios, quien de hecho lo exige expresamente: más de uno de estos santos es instruido directamente por Jesús sobre la dieta a seguir: todo a mayor gloria de Dios, porque no morir, sino mantenerse sano, colorido, enérgico, a pesar de todas las privaciones y sufrimientos, es la prueba irrefutable del milagro. Además, toda esta abstinencia no debe ser ostentada: por humildad, pero también para no inducir a la emulación a quienes podrían no tener la fuerza para llevar a cabo tales rigores, ocultan cuidadosamente sus ayunos y, sobre todo, sus penitencias corporales, por temor a verse obligados a suspenderlos. Más a menudo, Jesús, Santo Domingo o Santa Catalina de Siena los ayudan a disimularlos.

Casi siempre sucede que el padre confesor es involucrado por los familiares o superiores para convencerlos: que al menos coman un poco, su salud está en peligro (como si dependiera de factores terrenales y materiales, en lugar de sobrenaturales) y además su comportamiento es motivo de escándalo. Por pura obediencia, consienten en ingerir un poco de comida, siendo plenamente conscientes, y por ello aún más felices, del sufrimiento que esta desviación de sus hábitos les causará.

Atletas de la fe, llaman a los santos: su padre espiritual es como un entrenador que establece la dieta para su campeón. Y así, entre pruebas, intentos, experimentos a los que estos campeones de Cristo se someten dócilmente en espíritu de humildad y obediencia, se intenta conciliar la santidad con las necesidades humanas. No es posible. Parece verlos con una sonrisa perdida y vaga en los labios (como los muestran sus «retratos», en la portada de sus Vite), absolutamente sumisos, dóciles y mansos, aceptando todas las imposiciones, mientras que con el corazón, con el alma, con el espíritu y con lo que queda de su cuerpo, proclaman obstinadamente, hasta el infinito, su único, absoluto y devorador amor por Cristo. Siempre ganan: vuelven al ayuno.

Durante las visiones extáticas, los arrobos, muchos de ellos beben de la llaga del costado de Jesús y, después de haber probado el sabor dulcísimo e inefable de esa santa sangre, ningún alimento terrenal puede ser consumido, excepto la hostia consagrada: el cuerpo y la sangre de Cristo en comunión mística se transfunden en el cuerpo y la sangre de los santos, pero sobre todo – y lo que es mucho más importante – alimentan su alma. Beber la sangre, comer el cuerpo, expresiones cargadas de simbolismos y de ancestrales evocaciones: el lenguaje del misticismo está impregnado de tanta fisicidad, cuanto más fuerte es la urgencia de significar la total anulación de ella en la unión mística con Cristo. Estas mujeres, estos hombres absolutamente fuera de las reglas, quieren perderse en Cristo, el fuera de la regla por excelencia. Echan por exceso: no comen, no duermen, no tienen relaciones físicas de ningún tipo con otros seres humanos, a menos que se trate del prójimo que sufre y necesita gestos de caridad, en el cual ven no tanto a hombres y mujeres, sino a Cristo en la cruz. No hablan, observando estrictamente la regla dominicana del silencio, y rezan, rezan continuamente, habiendo reducido o elevado su cuerpo a un altar de sacrificio.

El amor que Dios tiene por estos hijos suyos especiales se concreta en las duras pruebas a las que son sometidos. A las mortificaciones corporales voluntarias se suman enfermedades (que rara vez se interpretan como causadas por las terribles condiciones de vida a las que estas mujeres y hombres se someten voluntariamente), tentaciones de todo tipo, y además, están los sufrimientos causados por la incomprensión de sus familiares y del mundo que los rodea. Su vida fuera de la regla es a menudo embarazosa, induce a la sospecha, engendra dudas, desconcierta incluso a las conciencias más conscientes: el demonio siempre está al acecho, hay que vigilar. El deseo de aniquilación total, de destrucción de la carne en beneficio exclusivo del espíritu, es sin duda una tentación diabólica, un pecado de orgullo. No se permite al hombre perder voluntariamente su cuerpo, incluso si esto ocurre en nombre de la mortificación cristiana. No se acepta ni se justifica la muerte cuando es causada por un exceso de privaciones. Porque Cristo nunca despreció el cuerpo humano, en el que incluso eligió encarnarse, hacia cuya debilidad siempre sintió compasión y piedad, dedicando a él y a su sanidad sus milagros.

Y en verdad, los santos no niegan la debilidad de la carne ajena, sino solo de la propia: a las multitudes de necesitados que los rodean les otorgan no solo el consuelo del espíritu, sino también el del cuerpo: y así, la multiplicación de pan, aceite, miel, sanación de harina o vino en mal estado, y la lista podría continuar, aunque con una tipología bastante limitada. Siguen el ejemplo de Jesús: los sufrimientos y las necesidades de sus hermanos e hijos en Cristo son su constante preocupación, y la compasión, junto con una ferviente caridad, es el sentimiento que los guía en la realización de estos milagros, todos los cuales tienen como objetivo alimentar a las personas devotas a ellos. Solo hacia sí mismos siguen siendo absolutamente implacables, sin ceder nunca a compromisos: no solo de pan vive el hombre es el precepto evangélico que está en la base de esta relación diaria con la comida. Aunque a menudo ni siquiera se conceden eso.

Agnese, Caterina, Vincenzo, Claudia, Ludovico, Colomba, Pietro y tantos otros nombres simples, de simples hombres con un gran sueño: ser perfectos, como ángeles, sin cuerpo. Más aún, como Cristo, del cual celebran pasión y muerte en la cruz, cada día, en su propia piel, rezando, ayunando; flagelando, despreciando y humillando su propio cuerpo, pero también exultando y glorificando al Señor y a todas sus criaturas.

Y, finalmente, muriendo.