Con motivo de una exposición de «libros de autor» celebrada en la Casanatense a finales del siglo pasado, una obra del grabador estadounidense John Ross titulada Ciudades visibles pasó a formar parte de la colección de grabados de la biblioteca. Se trata de 12 grabados de gran tamaño realizados con técnica colográfica, que representan diversas arquitecturas inspiradas en las ciudades descritas en el libro de Italo Calvino «Las ciudades invisibles». Los grabados -contenidos en un estuche forrado de tela negra con una fachada arquitectónica de resina aplicada en la portada junto con el título impreso en un tablero de madera- van acompañados de extractos de la obra de Calvino. Publicamos en italiano los textos de las láminas, que están en inglés. John Ross Ciudades Visibles : con extractos de «Ciudades Invisibles» de Italo Calvino ; traducido del italiano por William Weaver.
Nueva York, HighTide Press, 1993 – colografias 460×650 mm 10 grabados+front+end sheet ed. núm. 25 ejemplares núm. exh. 11 La obra forma parte de la Colección de Grabados y Dibujos del Casanatense bajo la colocación 20.B.II.185 All’uomo che cavalca lungamente per terreni selvatici viene desiderio di una città. Por fin llegó a Isadora, una ciudad donde los palacios tienen escaleras de caracol incrustadas de caracoles marinos, donde los telescopios y los violines se fabrican a la perfección, donde cuando el forastero duda entre dos mujeres siempre se encuentra con una tercera, donde las peleas de gallos degeneran en sangrientas reyertas entre jugadores. En todas estas cosas pensaba cuando anhelaba una ciudad. Isadora es, pues, la ciudad de sus sueños: con una diferencia. La ciudad de sus sueños le contuvo joven; en Isadora llega tarde a la vida. En la plaza hay un muro de ancianos que miran pasar a los jóvenes; él está sentado en fila con ellos. Los deseos ya son recuerdos.
En vano, magnánimo Kublai, intentaré describirte la ciudad de Zaira desde las altas murallas. Podría decirte de cuántos peldaños están hechas las escaleras, cuáles son los arcos de los pórticos, con qué láminas de zinc están cubiertos los tejados; pero ya sé que eso sería no decirte nada. No es de lo que está hecha la ciudad, sino de relaciones entre las medidas de su espacio y los acontecimientos de su pasado: la distancia desde el suelo de una farola y los pies colgantes de un usurpador ahorcado; el alambre tendido desde la farola hasta la barandilla de enfrente y los festones que entrelazan el camino del cortejo nupcial de la reina; la altura de esa barandilla y el salto del adúltero que la salta al amanecer; la pendiente de una alcantarilla y la inclinación de un gato que salta por la misma ventana; la línea de tiro de la cañonera que aparece de repente tras el cabo y la bomba que destruye el canalón; el desgarro de las redes de pesca y los tres ancianos sentados en el muelle remendando sus redes contándose por enésima vez la historia de la cañonera del usurpador, del que se dice que es un hijo adúltero de la reina, abandonado en pañales allí en el muelle […]
Se puede hablar de la ciudad de Dorotea de dos maneras: yo diría que de sus murallas se elevan cuatro torres de aluminio que flanquean siete puertas del puente levadizo de muelles que salva el foso cuyas aguas alimentan cuatro canales verdes que atraviesan la ciudad y la dividen en nueve barrios, cada uno con trescientas casas y setecientos embudos; y teniendo en cuenta que las muchachas casaderas de cada barrio se casan con jóvenes de otros barrios y sus familias intercambian en privado los bienes que cada una posee: bergamotas, huevas de esturión, astrolabios, amatistas, calcula a partir de estos datos hasta que sepas todo lo que quieras saber sobre la ciudad en el pasado en el presente en el futuro; o di como el conductor de camellos que me llevó allí: «Llegué allí en mi primera juventud, una mañana, mucha gente se apresuraba por las calles hacia el mercado, las mujeres tenían unos dientes preciosos y miraban directamente a los ojos, tres soldados en un escenario tocaban el clarinete, por todas partes giraban ruedas y ondeaban carteles de colores. […]

Hay dos formas de llegar a Despina: en barco o en camello. La ciudad se presenta de forma diferente a los que vienen de tierra y a los que vienen del mar. El camellero que ve en el horizonte de la meseta los pináculos de los rascacielos, las antenas de radar, las mangas de viento blancas y rojas ondeando, el humo saliendo de los embudos, piensa en un barco, sabe que es una ciudad, pero piensa en ella como un bastión que le saca del desierto, un velero a punto de zarpar, con el viento ya hinchando las velas aún no desatadas, o un barco de vapor con la caldera vibrando en el casco de hierro, y piensa en todos los puertos, en las mercancías de ultramar que las grúas descargan en los muelles, en las tabernas donde las tripulaciones de distintas banderas rompen botellas sobre sus cabezas, en las ventanas iluminadas de la planta baja, cada una con una mujer peinándose.
[…] De la ciudad de Zirma los viajeros regresan con recuerdos nítidos: un negro ciego gritando entre la multitud, un loco asomado a la cornisa de un rascacielos, una muchacha paseando con un puma atado a una correa. En realidad, muchos de los ciegos que golpean con sus palos las aceras de Zirma son negros, en cada rascacielos hay alguien que se vuelve loco, todos los locos pasan horas en las cornisas, no hay puma que no se críe por el capricho de una chica. La ciudad es redundante: se repite para que algo se quede grabado en la mente. También vuelvo de Zirma: mi recuerdo incluye dirigibles que vuelan en todas direcciones a la altura de las ventanas, calles de tiendas donde se dibujan tatuajes en la piel de los marineros, trenes subterráneos atestados de mujeres obesas en el sultrismo. Los compañeros que me acompañaban en el viaje, en cambio, juran haber visto un solo dirigible planeando entre las agujas de la ciudad, un solo tatuador disponiendo agujas y tintas y diseños perforados en su banco, una sola mujer-cañón soplando al viento en el andén de un vagón. La memoria es redundante: repite los signos para que la ciudad pueda empezar a existir.
Ahora diré de la ciudad de Zenobia, que tiene esta admirable característica aunque está situada sobre suelo seco, se levanta sobre altísimos pilotes, y las casas son de bambú y zinc, con muchos balcones y balconadas, colocados a diferentes alturas, sobre pilotes que trepan unos sobre otros, conectados por escaleras y pavimentos colgantes, coronados por miradores cubiertos con tejadillos en forma de cono, de los que sobresalen barriles de depósitos de agua, torbellinos que marcan el viento, y poleas, cuerdas de pescar y grúas. No se recuerda qué necesidad, mandamiento o deseo impulsó a los fundadores de Zenobia a dar esta forma a su ciudad, y por tanto no puede decirse si ha sido satisfecho por la ciudad tal como la vemos hoy, tal vez crecida por sucesivas superposiciones a partir del primer y ahora indescifrable diseño.
Los antiguos construyeron Valdrada a orillas de un lago, con casas todas verandas unas sobre otras y calles altas que daban al agua con parapetos abalaustrados. Así, el viajero ve dos ciudades que se juntan: una recta sobre el lago, la otra reflejada al revés. No hay nada en una Valdrada que la otra Valdrada no repita, porque la ciudad fue construida de modo que cada punto de ella fuera reflejado por su espejo, y la Valdrada que está abajo en el agua contiene no sólo todas las ranuras y salientes de las fachadas que se elevan sobre el lago, sino también el interior de las habitaciones con sus techos y suelos, la perspectiva de los pasillos, los espejos de los armarios.
[…] No hay ciudad más proclive a disfrutar de la vida y escapar de los problemas que Eusapia. Y para que el salto de la vida a la muerte sea menos brusco, los habitantes han construido bajo tierra una copia idéntica de su ciudad. Los cadáveres, desecados hasta que quedan sus esqueletos de piel amarilla, son llevados allí abajo para que continúen con sus antiguas ocupaciones. De ellos, son los momentos despreocupados los que tienen preferencia: la mayoría están sentados alrededor de mesas tendidas, o posan en posturas de baile o en el acto de tocar la trompeta. Pero también trabajan bajo tierra todos los oficios y artesanías de la Eusapia de los vivos, o al menos aquellos que los vivos han desempeñado con más satisfacción que fastidio: el relojero, en medio de todos los relojes parados de su tienda, coloca una oreja empañada a un reloj mal colocado; un barbero enjabona el hueso de los pómulos de un actor con un cepillo seco mientras éste repasa el papel, escudriñando el guión con ojeras vacías; una muchacha con una calavera risueña ordeña el cadáver de una vaquilla […]